Ángela Leyva es una artista contemporánea mexicana que, a través de su serie de pinturas Bilis Negra, presenta casos clínicos de pacientes infantiles inspirados en un archivo fotográfico encontrado en una antigua computadora de su padre, quien fue genetista.Con esta serie, Leyva busca visibilizar una infancia olvidada por la marginación social, la enfermedad o el paso del tiempo. Desde una perspectiva realista, sus obras exploran la dualidad de la niñez, desafiando su idealización y mostrando las múltiples capas que conforman las identidades que, con frecuencia, han sido borradas o silenciadas.¿Cómo fue que decidiste abordar e incorporar la profesión de tu padre como genetista y la información contenida en esos archivos en tu obra?Fue algo que surgió de manera orgánica, casi como un eco de mi vida personal. Crecer con un padre médico, rodeada de historias sobre pacientes y de la profundidad con la que él entendía y estudiaba la condición humana desde lo biológico, me marcó profundamente. Por otro lado, en casa también convivía con la mirada de mi madre, que es psicoanalista. La combinación de ambas ópticas tuvo un efecto muy potente en mi forma de pensar y observar el mundo. Al descubrir los archivos clínicos que contenían fotografías de niños con trastornos congénitos, sentí que había una historia que debía contarse. Esos rostros —quizá olvidados o ignorados— parecían estar suspendidos en el tiempo. Sentí que esas imágenes, que habían permanecido en un limbo digital, merecían salir a la luz. Utilicé ese material no solo como documentación, sino como una puerta hacia algo mucho más amplio: una reflexión sobre la identidad, la memoria y esas realidades que, por su complejidad o incomodidad, suelen ser invisibilizadas por ciertos discursos.¿Crees que algo de la inocencia de estos niños permanece en esas fotografías, y buscas rescatarla en tus pinturas?Sí, en cada una de esas fotografías hay algo que permanece, algo irreductible que, aunque no siempre sea visible para todos, sigue ahí. Para mí, la inocencia no tiene que ver con una visión romántica o idealizada de la niñez, sino con una forma de inocencia más profunda, más visceral. Mi trabajo no busca rescatarla en un sentido convencional, sino darle una segunda existencia. Una existencia que no esté definida únicamente por el sufrimiento o la condición genética, sino que pueda transformarse a través de la pintura. Lo que intento es abrir espacio para la complejidad, para la vulnerabilidad, para esa dimensión humana que tantas veces queda fuera del encuadre.¿Por qué decides eliminar sus miradas?Eliminé las miradas por muchas razones, pero una de las más importantes fue evitar que el espectador se sintiera atraído únicamente por la superficie, por la representación inmediata. Los ojos suelen ser la puerta más directa hacia la empatía o la emoción, y yo no quería que esa conexión fuera tan accesible. Al borrar los ojos, creé una especie de vacío que obliga a mirar más allá de lo evidente, hacia aquello que no se ve, lo que permanece oculto en la interioridad de esos niños. Quería que la conexión se construyera de otra manera: más sutil, más profunda. Una mirada que no viene dada, sino que se construye en ese espacio intermedio entre la obra y quien la contempla.¿Qué sentías de pequeña al ver a esos otros niños? ¿Compartías historias o te identificabas con algo? ¿Cómo fue que decidiste representarlos por medio del arte?Cuando era niña y veía esas fotos, sentía una mezcla de fascinación y culpa. Me preguntaba: ¿por qué ellos y no yo? Había una identificación subconsciente, compartíamos una fragilidad humana común, pero al mismo tiempo sentía una distancia, como si vivieran en una realidad paralela, marcada por el sufrimiento y la alteración. Lo que más me impactaba era cómo parecían suspendidos en el tiempo, atrapados en una especie de pausa indefinida. Decidí representarlos —o reinterpretarlos— a través de la pintura porque sentí que podía darles un lugar en el que la estética y la emoción convivieran, más allá de la mirada científica o patológica. Un espacio donde su imagen no solo evocara diagnóstico, sino también humanidad.La infancia es un tema cargado de complejidad y diversas interpretaciones. ¿Cómo buscas brindar una visión equilibrada que reconozca tanto la inocencia como las realidades duras que enfrentan muchos niños en el contexto actual?En mi obra trato de mostrar esa dualidad inherente a la niñez. La infancia no es solo un periodo de inocencia o pureza, sino también un territorio de dolor, vulnerabilidad y, con demasiada frecuencia, de abandono. No busco idealizarla, sino presentarla tal como la percibo: como una etapa ambigua, llena de contrastes. A través de las distorsiones en las figuras y los rostros borrosos, intento reflejar esa multiplicidad de experiencias: la ternura y el horror, la luz y la oscuridad, la belleza y la pérdida. Me interesa que quien mire las pinturas se detenga a cuestionar cuál es la realidad de la infancia en nuestro mundo, y cómo muchas veces esa realidad se presenta de forma fragmentada, lejana, casi incomprensible.¿Cómo crees que tu serie contribuye al diálogo contemporáneo sobre la infancia en México y en el mundo?Cuestionando las narrativas hegemónicas que la representan como algo exclusivamente puro o ideal. En un contexto global donde la infancia está profundamente cargada de significados y expectativas, me interesa confrontar esas visiones simplificadas, mostrando que también es una construcción social atravesada por la enfermedad, la marginación y, muchas veces, la invisibilidad. A través de la distorsión y la veladura de las imágenes convencionales, intento ofrecer una mirada más compleja y honesta, que reconozca tanto la vulnerabilidad como la capacidad transformadora de las infancias.jk